Siempre la conmovió escuchar a su madre tocar el violín. La veía
fundida con su instrumento. Eran uno. Se complementaban de una manera tan
armoniosa que la niña no podía más que cerrar los ojos y dejarse atravesar por
las notas que la arropaban como cuando su madre, de más pequeña, entraba en su
cuarto a darle su beso de buenas noches y cubrirla, mientras le cantaba una
suave canción hasta que Caro se dormía, acunada por la voz angelical y sutil de
su madre.
La niña creció entre acordes y melodías. Cuando tuvo edad
suficiente para sostener un violín, su madre le regaló uno, primorosamente
tallado, brillante, y tan esmeradamente acabado como el que ella misma
atesoraba, también regalo de su propia madre. Y Caro de a poco, casi como
jugando, casi como recordando simplemente, aprendió a sacarle la misma magia a
sus cuerdas como desde siempre había escuchado hacer a esas dos mujeres
maravillosas que la habían precedido en esas artes mágicamente expresivas.
Era arrobador escucharlas a las tres matizando melodías, con una
polifonía tan armoniosamente entramada que estremecía ver la sintonía perfecta
que lograban, como si escucharan un coro angélico y al unísono, lo interpretaran
con sus violines mágicos.
Y así creció Caro. Esa niña tímida y silenciosa, a quien nunca
se la escuchaba, siempre habitando otro plano, la mirada perdida en su mundo
introspectivo. Es que Caro era autista. Nunca jugó con otros niños, nunca
sostuvo la mirada de otro ser humano, nunca armaba puente con nadie… salvo
cuando tomaba su violín y entramaba sus acordes con los de su madre o su
abuela. Ahí sí lograba hacer puente con otro. Su expresividad entonces se
tornaba exquisita, sincrónica. Su empatía no era afectiva al modo normal. Su
normalidad era otra, exclusiva, única. Captaba la voz ajena solo si se traducía
en notas y la contestaba con sus propios acordes sonoros, los de su violín. Sus
cuerdas vocales estaban desplazadas a las cuerdas de su maravilloso
instrumento, y cómo dialogaba cuando escuchaba el llamado de las voces de los
violines! Tomaba el suyo y contestaba aportando bemoles, sumando sus propios
colores; no solo ensamblándose a la melodía que escuchaba, sino pintándole
matices policromáticos que le conferían cadencias maravillosas.
Un día mágico su madre estuvo particularmente alegre. Danzaba
contenta por toda la casa, arrancándole notas aún más mágicas a su violín. Es
que había recibido una invitación para dar un concierto en el continente, fuera
de la isla, en el Teatro de la ciudad, donde habían pasado figuras maravillosas
que admiraba. Y la habían convocado a ella y a su querida madre, la abuela de
Caro, a dar un concierto juntas.
Sin dudarlo, ambas se aprontaron. Caro debía quedarse El viaje
en barco siempre la había asustado. Nunca habían podido sacarla de la isla sin
que comenzara a llorar, a gritar y a aletear sus bracitos. No, no. Debía
quedarse en el orden de su hogar conocido, al cuidado de su nana.
La niña se apagó en la ausencia de esas dos mujeres que la
sacaban de su letargo con las notas de sus violines. Los días transcurrían
grises para Caro, perdida en sus imaginerías privadas, tan propias, tan en
soledad. Las dos mujeres ejecutaron sus violines con el clamor de los aplausos
de un teatro repleto que, de pie, las aplaudió hasta que los bises agotaron su
repertorio. Volvían satisfechas, agradecidas por haberse podido brindar así,
ante un público tan ávido y tan generoso. Tan satisfechas que ni notaron la
tormenta que comenzaba a sacudir el barco en tanto se incrementaba el furibundo
oleaje.
A veces ciertos dioses paganos, tan duales, tan amorosos pero
tan falaces como los mortales, dejan ver su egoísmo arrebatando para sí aquello
que le pertenece a la humanidad, para su deleite. Tritón, mensajero del mar,
había escuchado cerca de la costa las maravillosas melodías de estas tres
mujeres mágicas. Y así se lo hizo saber a su padre, Poseidón, quien, en su
soberbia caprichosa, había decidido que debían ejecutar su mágica música solo
para él y su disfrute.
Y así lo hizo. Las arrebató a madre e hija durante el regreso de
ambas a la isla. Dos de tres era un buen trofeo, pero no le resultaba
suficiente. La furia del dios no se hizo esperar y convocó a Tritón, su hijo,
para que terminara la tarea y le trajera a Carolina.
Tritón entonces llamó a las sirenas. Las instruyó a imitar el
sonido de los violines de las dos cautivas cerca de la costa.
Carolina las
escuchó, y se acercó a la escollera con su violín, para entramarse con las
melodías de su madre y de su abuela. Los cánticos de las sirenas fueron sonando
cada vez con mayor intensidad mientras Carolina se acercaba más y más al
extremo de la escollera convocada por las melodías, hasta que la magia
hipnótica de las sirenas cumplió su propósito, y Carolina se fundió en las
aguas. Y descendió hasta las profundidades oceánicas.
Cuenta la leyenda que desde entonces, cada atardecer, puede verse la figura de Carolina ascendiendo sobre las aguas cuando el Sol agoniza sobre el mar, en tanto se oyen tres violines mágicos y un coro arrobador de sirenas que lo acompañan en su descenso, mientras Poseidón se deleita disfrutando de su
espectáculo privado.
Lic. Claudia Beatriz Gentile
Psicóloga clínica con orientación junguiana – Grafóloga Pública - Astróloga
Temas de género - Terapia individual y de pareja - Talleres de
autoconocimiento - Grupos de reflexión - Cursos de grafología -
Grafoterapia
mail: grafosintesis@blogspot.com
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